Salmos 90:1-17
Señor, a lo largo de todas las generaciones,
¡tú has sido nuestro hogar!
Antes de que nacieran las montañas,
antes de que dieras vida a la tierra y al mundo,
desde el principio y hasta el fin, tú eres Dios.
Haces que la gente vuelva al polvo con solo decir:
«¡Vuelvan al polvo, ustedes, mortales!».
Para ti, mil años son como un día pasajero,
tan breves como unas horas de la noche.
Arrasas a las personas como si fueran sueños que desaparecen.
Son como la hierba que brota en la mañana.
Por la mañana se abre y florece,
pero al anochecer está seca y marchita.
Nos marchitamos bajo tu enojo;
tu furia nos abruma.
Despliegas nuestros pecados delante de ti
—nuestros pecados secretos—y los ves todos.
Vivimos la vida bajo tu ira,
y terminamos nuestros años con un gemido.
¡Setenta son los años que se nos conceden!
Algunos incluso llegan a ochenta.
Pero hasta los mejores años se llenan de dolor y de problemas;
pronto desaparecen, y volamos.
¿Quién puede comprender el poder de tu enojo?
Tu ira es tan imponente como el temor que mereces.
Enséñanos a entender la brevedad de la vida,
para que crezcamos en sabiduría.
¡Oh Señor, vuelve a nosotros!
¿Hasta cuándo tardarás?
¡Compadécete de tus siervos!
Sácianos cada mañana con tu amor inagotable,
para que cantemos de alegría hasta el final de nuestra vida.
¡Danos alegría en proporción a nuestro sufrimiento anterior!
Compensa los años malos con bien.
Permite que tus siervos te veamos obrar otra vez,
que nuestros hijos vean tu gloria.
Y que el Señor nuestro Dios nos dé su aprobación
y haga que nuestros esfuerzos prosperen.
Sí, ¡haz que nuestros esfuerzos prosperen!