Lucas 1:57-2:38
Cuando se cumplió el tiempo para que naciera el bebé, Elisabet dio a luz un hijo varón. Todos sus vecinos y parientes se alegraron al enterarse de que el Señor había sido tan misericordioso con ella.
Cuando el bebé cumplió ocho días, todos se reunieron para la ceremonia de circuncisión. Querían ponerle por nombre Zacarías como su padre, pero Elisabet dijo:
—¡No! ¡Su nombre es Juan!
—¿Cómo?—exclamaron—. No hay nadie en tu familia con ese nombre.
Entonces, le preguntaron por gestos al padre cómo quería que se llamara. Zacarías pidió con señas que le dieran una tablilla para escribir y, para sorpresa de todos, escribió: «Su nombre es Juan». Al instante Zacarías pudo hablar de nuevo y comenzó a alabar a Dios.
Todo el vecindario se llenó de temor reverente, y la noticia de lo que había sucedido corrió por todas las colinas de Judea. Los que la oían meditaban sobre los acontecimientos y se preguntaban: «¿Qué llegará a ser este niño?». Pues la mano del Señor estaba sobre él de una manera especial.
Entonces su padre, Zacarías, se llenó del Espíritu Santo y dio la siguiente profecía:
«Alaben al Señor, el Dios de Israel,
porque ha visitado y redimido a su pueblo.
Nos envió un poderoso Salvador
del linaje real de su siervo David,
como lo prometió
mediante sus santos profetas hace mucho tiempo.
Ahora seremos rescatados de nuestros enemigos
y de todos los que nos odian.
Él ha sido misericordioso con nuestros antepasados
al recordar su pacto sagrado,
el pacto que prometió mediante un juramento
a nuestro antepasado Abraham.
Hemos sido rescatados de nuestros enemigos
para poder servir a Dios sin temor,
en santidad y justicia,
mientras vivamos.
»Y tú, mi pequeño hijo,
serás llamado profeta del Altísimo,
porque prepararás el camino para el Señor.
Dirás a su pueblo cómo encontrar la salvación
mediante el perdón de sus pecados.
Gracias a la tierna misericordia de Dios,
la luz matinal del cielo está a punto de brillar entre nosotros,
para dar luz a los que están en oscuridad y en sombra de muerte,
y para guiarnos al camino de la paz».
Juan creció y se fortaleció en espíritu. Y vivió en el desierto hasta que comenzó su ministerio público a Israel.
En esos días, Augusto, el emperador de Roma, decretó que se hiciera un censo en todo el Imperio romano. (Este fue el primer censo que se hizo cuando Cirenio era gobernador de Siria). Todos regresaron a los pueblos de sus antepasados a fin de inscribirse para el censo. Como José era descendiente del rey David, tuvo que ir a Belén de Judea, el antiguo hogar de David. Viajó hacia allí desde la aldea de Nazaret de Galilea. Llevó consigo a María, su prometida, quien estaba embarazada.
Mientras estaban allí, llegó el momento para que naciera el bebé. María dio a luz a su primer hijo varón. Lo envolvió en tiras de tela y lo acostó en un pesebre, porque no había alojamiento disponible para ellos.
Esa noche había unos pastores en los campos cercanos, que estaban cuidando sus rebaños de ovejas. De repente, apareció entre ellos un ángel del Señor, y el resplandor de la gloria del Señor los rodeó. Los pastores estaban aterrados, pero el ángel los tranquilizó. «No tengan miedo—dijo—. Les traigo buenas noticias que darán gran alegría a toda la gente. ¡El Salvador—sí, el Mesías, el Señor—ha nacido hoy en Belén, la ciudad de David! Y lo reconocerán por la siguiente señal: encontrarán a un niño envuelto en tiras de tela, acostado en un pesebre».
De pronto, se unió a ese ángel una inmensa multitud—los ejércitos celestiales—que alababan a Dios y decían:
«Gloria a Dios en el cielo más alto
y paz en la tierra para aquellos en quienes Dios se complace».
Cuando los ángeles regresaron al cielo, los pastores se dijeron unos a otros: «¡Vayamos a Belén! Veamos esto que ha sucedido y que el Señor nos anunció».
Fueron de prisa a la aldea y encontraron a María y a José. Y allí estaba el niño, acostado en el pesebre. Después de verlo, los pastores contaron a todos lo que había sucedido y lo que el ángel les había dicho acerca del niño. Todos los que escucharon el relato de los pastores quedaron asombrados, pero María guardaba todas estas cosas en el corazón y pensaba en ellas con frecuencia. Los pastores regresaron a sus rebaños, glorificando y alabando a Dios por lo que habían visto y oído. Todo sucedió tal como el ángel les había dicho.
Ocho días después, cuando el bebé fue circuncidado, le pusieron por nombre Jesús, el nombre que había dado el ángel aun antes de que el niño fuera concebido.
Luego llegó el tiempo para la ofrenda de purificación, como exigía la ley de Moisés después del nacimiento de un niño; así que sus padres lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor. La ley del Señor dice: «Si el primer hijo de una mujer es varón, habrá que dedicarlo al Señor». Así que ellos ofrecieron el sacrificio requerido en la ley del Señor, que consistía en «un par de tórtolas o dos pichones de paloma».
En ese tiempo, había en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Era justo y devoto, y esperaba con anhelo que llegara el Mesías y rescatara a Israel. El Espíritu Santo estaba sobre él y le había revelado que no moriría sin antes ver al Mesías del Señor. Ese día, el Espíritu lo guio al templo. De manera que, cuando María y José llegaron para presentar al bebé Jesús ante el Señor como exigía la ley, Simeón estaba allí. Tomó al niño en sus brazos y alabó a Dios diciendo:
«Señor Soberano, permite ahora que tu siervo muera en paz,
como prometiste.
He visto tu salvación,
la que preparaste para toda la gente.
Él es una luz para revelar a Dios a las naciones,
¡y es la gloria de tu pueblo Israel!».
Los padres de Jesús estaban asombrados de lo que se decía de él. Entonces Simeón les dio su bendición y le dijo a María, la madre del bebé: «Este niño está destinado a provocar la caída de muchos en Israel, y también el ascenso de muchos otros. Fue enviado como una señal de Dios, pero muchos se le opondrán. Como resultado, saldrán a la luz los pensamientos más profundos de muchos corazones, y una espada atravesará tu propia alma».
En el templo también estaba Ana, una profetisa muy anciana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Su esposo había muerto cuando solo llevaban siete años de casados. Después ella vivió como viuda hasta la edad de ochenta y cuatro años. Nunca salía del templo, sino que permanecía allí de día y de noche adorando a Dios en ayuno y oración. Llegó justo en el momento que Simeón hablaba con María y José, y comenzó a alabar a Dios. Habló del niño a todos los que esperaban que Dios rescatara a Jerusalén.